viernes, 20 de febrero de 2015


A Jimena, por ser mi consuelo, mi sonrisa y mis virtudes.

Lucía, hija de un cacique cristiano, ebrio de orgullo, levantando el pavimento polvoroso de los campesinos, dejando tras de sí una estela de barcos hundidos en un estanque de vomiteras, temblores, resignaciones, desprecios, rabia encogida en botijos insólitos, atropellos entre la respiración de quien empieza a crujir, en los sueños tenues de la fuente.


Lucía, murmullo acústico de las ninfas, revolotearon ligeramente, untando sus virtudes en cada base, para alumbrar lo extraordinario. No heredó el carácter sombrío y pérfido de su padre, pues era mujer dulce. Capaz de espantar el patetismo, la crueldad y los temblores, con su sola presencia. Capaz de arrancar amor de unas manos poseedoras de odio, arrugadas de ira. Capaz de hacer caminar a la fatiga sin que se arrastre con la lengua desguarecida. Capaz de menguar el sufrimiento, dotar de calma a la ansiedad, inspiración a lo vulgar, ternura a la severidad, carcajada en los llantos, esperanza en el desaliento. Lucía era, lo que todo poeta, talla en su arquitectura de papel.

Anjad, hijo de moriscos labradores, vivía en los latifundios del cacique Casio, padre de Lucía, en unas tierras fértiles, gracias a la constancia y esfuerzo de manos callosas, pero con altos tributos que había que pagar a Casio, aguantar saqueos, burlas, coacciones, ofensas, pero no quedaba más que resignarse, había que comer. A pesar de los sinsabores, intentando mantener el equilibrio en paredes resquebrajadas y apedreadas, Anjad, mantenía los ojos abiertos de la infancia, la alegría jocosa de Sevilla, el ímpetu de la juventud degradada, la vitalidad de la inocencia catalizadora. El oxigeno en la extremaunción, la rebeldía ante la injusticia estafadora, sensibilidad empotrada en los revestimientos cutáneos, escurriendo por dentro la entrega.

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