Como un río que se precipita buscando su final, la calle desciende con actitud suicida hacia la búsqueda de la sal, la que se desprende del sudor, la que se esconde en el suelo, entre las juntas de las baldosas. El regusto amargo queda en la boca, empapada de deseo, muerta de ganas. Hay sabores que se descartan por hirientes del sentido del gusto, por agredir al sentido común, pero que pueden llegar a saber dulces, saciando una sed no física, que se instala en el cielo de la boca evocando los manjares del paraíso. Hay sabores que se esconden en los huecos más insopeschados del cuerpo, donde el sudor se sedimenta en sal, donde los sabores se confunden con los licores que me embotan, donde la piel deja de pertenecer al cuerpo y se ancla en la playa del deseo, que tiene forma de cama, en una habitación donde nada queda en su sitio.
En un momento determinado se pierde la voluntad, cuando la marea sube y sacrificas el control de la embarcación, cuando ya deja de pertenecerte el timón, y en tu cuerpo se hunde el remo, sin posibilidad de escapatoria, sin querer escapar. La boca sigue paladeando sabores frustrados, néctar, sudor, y se busca refugio en unos brazos después de la tempestad.
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